Como cada tarde, se preparaba para ir al Rosario en la Iglesia de la Plaza, se arreglaba mucho el pelo, se pasaba horas peinándose antes de salir. Cada día, cuando se acercaba la hora en que salía de casa, se oía abrir y cerrar la puerta, chirriando y rozando el suelo, esto era lo que hacía las veces de timbre. Todos en la casa conocían este sonido, era Bruno, que venía a acompañar a la niña a la Iglesia, la niña que ya tendría 19 años, pero seguía siendo la niña. Su madre, cada vez que esto ocurría, se asomaba a la habitación de su hija y decía:
- Ya está ahí ese pesado.
- Ahora salgo -contestaba Rosa y, dejando el cepillo en cualquier parte de la habitación, salía. En la puerta estaba Bruno, alto, fornido, moreno, su cuerpo y su porte eran idénticos a los de los policías treintañeros del pueblo, de los que él pretendía formar parte pronto. Y allí se plantaba cada tarde, en la puerta de ella, con expresión decidida y la convicción de que la tenía enamorada y de que aquél otro que la pretendía no era rival para él.
- ¿Qué? Te acompaño a la Iglesia, ¿no, Rosa?
- Ay, ¡zalamero! -Contestaba ella, y se ponía a caminar delante de él, le divertía este juego, él la seguía y siempre le preguntaba las mismas cosas:
- Y, ¿qué? ¿Te has visto hoy con el chiquitajo?
- Pero, ¿estás tonto? No, no he visto a Satur, ya sabes que le veo algunas veces después del Rosario. ¡Y deja de llamarle chiquitajo de una vez!
- Pero, ¿y tú por qué le defiendes? ¿Qué ves en él? Si no es más que un... pequeñajo, y además de bajito es mas pequeño que tú. ¿Qué va a decir de ti la gente si te vas con ese tonto? ¿Y tus padres?
- A mí me vale madre lo que diga la gente, y yo no he dicho que me vaya a ir con nadie, solo que no te metas con él. Además, a mis padres les gusta él mas que tú, listillo...
- No me digas eso, Rosa, no me lo digas así... -y, recuperando la compostura- Pero bueno, que si no les gusto, ¡me los ganaré! Ya verás, verás, me los ganaré. Si eres la niña más guapa de todo el pueblo, yo por ti hago lo que sea, ¡lo que sea!
- Bueno, adiós Brunote -dijo ella, sonriendo, y entró por una enorme puerta de madera envejecida: habían llegado a la Iglesia. Cerró la puerta tras de sí. Y allí quedaba Bruno cada tarde, arrebatado por la belleza de Rosa, con la fe ciega de que conseguiría su propósito, y se iba un rato a casa a escuchar la radio y pensar en ella.
Dentro de la Iglesia hacía mucho frío, siempre hacía frío, todo era de piedra y madera y nunca había demasiada luz. Cuando terminó de rezar, habló un poco con el cura y se salió de nuevo a la calle, comenzó a caminar de vuelta a casa pensando en ella, en su juventud, y en el amor... El sol le daba en la cara mientras caminaba y se sentía hermosa, afortunada, ella sabía muy bien a quien quería, pero le divertía que los dos la pretendieran.
- ¡Rosa! -La voz de Satur la sacó de sus divagaciones, se volvió.
- ¡Hola!
- Hola, qué guapa estás hoy, bueno, como siempre... ¿Cómo estás?
- Ah, pues bien, voy para casa ya, a ayudar a mi madre a terminar unos jerseys.
- Ay, creo que nunca entenderé como sois capaces de hacer esas cosas tan complicadas, a mí el punto me parece imposible, pero bueno, las mujeres sois diferentes. Bueno, ¿te acompaño a casa? Yo voy al huerto un rato.
- Vale -contestó ella, sonriendo.
- Hoy pareces muy contenta, me alegro. -Enrojeció un poco, calló y miró al suelo.
Continuaron el camino así, sin hablar, hasta que llegaron a la puerta de la casa de ella.
- Bueno Rosa, saluda a tu madre, a tu padre lo veré ahora en el Lejío.
- Adiós... ¡chiquitajo! -Y entró en casa, suspirando...
Bruno siempre le decía que se apartara de Satur, que era un bajito tonto, siempre le preguntaba por él y no por ella. Pero el otro, el chiquitajo, él le preguntaba por ella, la quería, la miraba embelesado... el chiquitajo...
Hace 12 años
No hay comentarios:
Publicar un comentario